EL RETRATO DEL DESTINO
La galería de arte estaba llena de murmullos y pasos suaves. Era una exposición de fotografías antiguas, capturas en blanco y negro de la ciudad décadas atrás: niños jugando en la calle, tranvías oxidados, parejas en los parques.
Él caminaba despacio con su bastón, deteniéndose frente a cada imagen. Cuando llegó a una en particular, sintió un vuelco en el pecho. Allí estaba él, joven, con una chaqueta de cuero y una sonrisa nerviosa. Y junto a él, una muchacha de vestido claro, riendo con la frescura de sus dieciocho años.
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—No puede ser… —susurró.
La voz de una mujer lo sacó de sus pensamientos.
—¿También la recuerdas? —preguntó ella, quedándose a su lado.
Él giró. El tiempo se desmoronó de golpe: la mujer que tenía delante era la misma del retrato, con arrugas y cabellos plateados, pero con los mismos ojos vivos.
—¿Eres tú… Elif? —preguntó con incredulidad.
Ella sonrió con melancolía.
—Y tú sigues siendo Cem, aunque el tiempo se haya divertido con nosotros.
Se quedaron en silencio, mirando la foto que los había inmortalizado hacía más de cincuenta años. Un fotógrafo callejero los había retratado sin pedir permiso, en una tarde cualquiera de juventud. Ninguno imaginó que esa imagen sería el puente hacia el futuro.
—Nunca supe qué fue de ti —dijo él, con voz temblorosa.
—Mi familia me llevó lejos, a otra ciudad. No tuve opción —respondió ella, bajando la mirada—. Y tú… ¿por qué no me buscaste?
—Lo intenté. Pero tu casa estaba vacía. Me quedé con la foto que me dio un amigo, y con la esperanza de volver a verte algún día.
Ella suspiró, con los ojos húmedos.
—Y míranos… reencontrándonos gracias a un retrato en una galería.
Decidieron sentarse en un banco frente a la fotografía. Hablaron durante horas, poniéndose al día como si fueran viejos amigos que se habían citado con retraso. Él le contó de su vida como mecánico, de los viajes que nunca hizo, de los silencios que ocupaban sus noches. Ella le habló de su trabajo como enfermera, de los hijos que crecieron demasiado rápido y del vacío que dejaba la soledad.
—¿Sabes qué siento al mirarnos ahí? —preguntó Cem, señalando la imagen.
—¿Qué? —dijo Elif.
—Que esos dos jóvenes nunca se despidieron del todo.
Ella le tomó la mano con dulzura.
—Tal vez el tiempo nos robó muchas cosas, pero nos devolvió esta.
Algunos visitantes de la galería se acercaban a escuchar, sorprendidos por la coincidencia. Una pareja joven incluso les pidió una foto delante del retrato, como si fueran parte de la exposición viviente.
Cuando la galería cerró, salieron juntos a la calle iluminada por farolas. Caminaban despacio, como si temieran que cualquier paso pudiera deshacer la magia.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella, deteniéndose en la esquina.
Él respiró hondo.
—Podemos dejar que esta sea otra despedida… o podemos escribir un nuevo capítulo.
Ella lo miró con ternura.
—Ya no quiero más finales. Quiero un presente, aunque sea corto.
Esa noche, en una cafetería cercana, se sentaron frente a dos tazas de té humeante. No necesitaban planes grandiosos ni promesas imposibles. Les bastaba con el milagro de haberse encontrado otra vez.
Más tarde, en la libreta de aventuras que él llevaba siempre en su bolsillo, escribió con letra temblorosa:
“Hoy descubrimos que el tiempo guarda secretos en fotografías. Que un instante congelado puede convertirse en destino. Y que, aunque los años pasen, una sonrisa compartida nunca pierde su vigencia.”