LA CARTERA ROJA
—¿Tú has visto a una mujer con una cartera roja por aquí? —preguntó un adolescente jadeando, a punto de rendirse.
—Depende —respondió el viejo vendedor de periódicos—. ¿La estás buscando para devolverle algo… o para quitárselo?
—¡Para devolvérselo, señor! Se la dejó en el banco del parque. ¡Tiene su documentación y mucho dinero!
El viejo lo miró con una mezcla de desconfianza y asombro.
—¿Y qué edad tienes tú?
—Diecisiete.
.
.
.
—¿Y en serio pensaste en devolverla?
El chico asintió con fuerza. Se notaba nervioso, como si peleara contra la idea de simplemente tomar el dinero y marcharse. A su edad y en su situación, nadie se lo hubiera reprochado tanto.
—¿Tienes hambre? —le preguntó el viejo.
—Sí… pero eso no tiene que ver.
—Tiene todo que ver. Quien devuelve una cartera con dinero teniendo hambre, tiene algo que este mundo ya no sabe valorar: dignidad.
La mujer apareció minutos después. Ojos vidriosos, rostro desencajado, y las manos temblorosas. Caminaba como si el mundo se le estuviera desmoronando.
—¿Alguien vio una cartera roja? ¡Por favor! ¡Tiene los papeles del tratamiento de mi madre! ¡No puedo pagar otra vez esos análisis!
El chico se acercó despacio. Extendió la cartera. La mujer la tomó con manos torpes, la abrió con urgencia… y luego rompió a llorar.
—¡Está todo! ¡No falta nada! —susurró—. ¡Gracias, gracias, gracias!
Él bajó la mirada. El viejo observaba la escena sin decir palabra.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella entre lágrimas.
—Kevin.
—Kevin… no sé cómo agradecerte. No tengo más dinero ahora, pero por favor dame tu dirección. Te lo devolveré.
Kevin negó con la cabeza.
—No quiero nada. Solo… que su madre se mejore.
Ella quiso insistir. Pero el viejo intervino.
—Muchacho, tómate un café conmigo —dijo.
Cuando se sentaron en el banco, el anciano lo miró con seriedad.
—¿Sabes lo que hiciste?
—Nada especial.
—Al contrario. Hiciste algo que mucha gente no haría. Este mundo necesita menos discursos y más actos como ese. ¿Sabes por qué dudé de ti cuando llegaste?
—¿Por qué?
—Porque llevo años viendo gente robar sin hambre, mentir sin necesidad, engañar sin culpa. Me has devuelto un poco la fe.
Kevin se encogió de hombros.
—Yo también he hecho cosas malas, ¿eh? Pero… no sé… hoy sentí que tenía que hacer lo correcto.
—Esa sensación, hijo, se llama conciencia. Y es la voz que no deberías dejar de escuchar nunca.
Desde ese día, Kevin siguió pasando por el parque. A veces saludaba al viejo. A veces no decía nada, pero le dejaba un bocadillo en el mostrador de periódicos. Nunca hablaban de la cartera.
Un mes después, apareció una carta en el puesto del anciano. Iba dirigida a Kevin.
Dentro había una nota:
“Mi madre terminó su tratamiento gracias a ti. No solo salvaste su salud, salvaste mi esperanza. En este sobre hay algo que no paga tu acto, pero que honra tu gesto.”
Había 500 euros. En billetes nuevos.
Kevin los dejó en el mostrador.
—¿No los vas a tomar?
—Sí… pero no para mí. Hay un comedor social dos calles más abajo. Ellos saben a quién darle esto mejor que yo.
Y se fue, con las manos vacías, pero el corazón lleno.